Razonaron bastante, hasta que al viejo mayordomo se le ocurrió una idea.
Mandó hacer un ejército de soldados del tamaño de un dedo pulgar, cada uno con escudo, lanza y caballo, y pintaron los uniformes del mismo color que el de los soldados del rey.
También construyeron una pequeña fortaleza con puente levadizo y cocodrilos del tamaño de un carrete de hilo, para ponerlos en la fosa del castillo.
Fabricaron tambores y clarines en miniatura. Y barcos de guerra que navegaban empujados a mano o a soplidos.
Todo esto lo metieron en la bañera del rey, junto con algunos dragones de jabón.
Vigildo quedó fascinado. ¡Era justo lo que necesitaba!
Ligero como una foca, se zambulló en el agua. Alineó a sus soldados y ahí, sin más, inició un zafarrancho de salpicaduras y combate.
Según su costumbre, daba órdenes y contraórdenes. Hacía sonar la corneta y gritaba.
—¡Avancen, mis valientes! Glub, glub. ¡No reculen, cobardes! ¡Por el flanco izquierdo! ¡Por la popa...! Y cosas así.
La esponja me contó que después no había forma de sacarlo del agua.
También que esa costumbre quedó para siempre.
Es por eso que todavía hoy, cuando los chicos se van a bañar, llevan sus soldados, sus perros, sus osos, sus tambores, sus cascos, sus armas, sus caballos, sus patos y sus patas de rana.
Y si no hacen eso, cuéntenme lo aburrido que es bañarse.
(Adaptación) Wolf, E. (1987). Cuentos chinos y no tan chinos. Buenos Aires: El Quirquincho.
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