El fantasma de Canterville
Al final del siglo XIX, cuando ya el ferrocarril, el automóvil y la luz
eléctrica habían sido inventados allá por los años 1800 y pico, el
estadounidense
Hiram B. Otis fue nombrado por el gobierno
embajador de su país en la vieja Inglaterra. El señor Otis, a pesar de
las advertencias, decidió comprar una antigua mansión que nadie
había querido adquirir; ya que, según todo el mundo, era habitada
por el fantasma de Sir Simon de Canterville, desde hacía 300 años.
Le advirtieron que aquel fantasma había provocado la muerte de su
esposa, la locura de una duquesa, cuatro doncellas y un sacerdote,
la asfixia con una carta de naipe de otro de sus descendientes, el
suicidio de un mayordomo, una vergüenza eterna de otra
descendiente suya, quien tuvo que usar, hasta su muerte, una cinta
de terciopelo que le cubriera la marca de cinco dedos candentes
sobre la blanca piel de su cuello y otros muchos horrores más.
No obstante, el ministro estadounidense compró la propiedad,
indicando que la adquiría incluyendo el fantasma y todos los muebles
de la casa.
La familia Otis estaba compuesta por Mrs. Hiram, su esposa;
Washington, su hijo mayor; Virginia, la segunda; y dos traviesos
chicuelos que además eran gemelos. Para nuestra sorpresa, el
arribo de esta familia, fue una desgracia no para ellos, sino para el
fantasma, el temible y temido fantasma de Canterville; su relación
con todos y cada uno de los miembros de esta familia, llegada del
otro lado del mar, fue desastrosa, excepto con Virginia, quien tenía
15 años de edad.
El pobre fantasma, acostumbrado a lograr en un segundo que los cabellos de
alguien se tornaran blancos, o que su corazón se detuviera o que, en el mejor
de los casos, se lanzara despavorido por una ventana, al cabo de poco tiempo
se vio reducido al rincón más recóndito de su mansión, escondiéndose de los
Otis y con ganas de suicidarse, no obstante de ya estar muerto.
En guerra con cada uno, excepto con Virginia, sólo había logrado que Mr.
Otis lubricara con aceite sus cadenas para que no sonaran, que la señora
Otis le diera remedios para el estómago y la garganta con el fin de evitar sus
gruñidos y sonidos guturales; que Washington limpiara una y otra vez las
manchas de sangre que dejaba en el piso y, por último, lo peor: que los
mellizos lo hicieran rodar por las escaleras, lo sacaran corriendo
a almohadazos y, aunque nos resulte insólito, lo asustaran con
un fantasma falso.
Sin duda la causa de esta lamentable situación fue no haber
entendido que con los “modernos” estadounidenses no podía
relacionarse como él estaba acostumbrado a hacerlo. Por fortuna,
con Virginia estableció otro tipo de relación, hecho que finalmente,
no sólo lo salvó sino que logró lo que todo fantasma sueña, así
creamos lo contrario: descansar en paz.
Quién sabe por qué razón él nunca atacó
a Virginia y ella tampoco a él; un día
ella lo buscó en su oscuro rincón, lo
regañó con mucha dulzura por su mal
comportamiento y le pidió que le indicara
cómo lo podía ayudar. Lo que nadie sabía
era que un antiguo vaticinio escrito en
la mansión decía: “cuando una joven
logre conseguir que el fantasma se
arrepienta y pida perdón, reinará la paz
en Canterville”, entonces éste se cumplió: el fantasma se
arrepintió y su cansada alma por fin pudo descansar.
Wilde, O. (1960), El fantasma de Canterville
y otras narraciones, Barcelona, Juventud. (Adaptación)