El diario de Ana Frank
Sábado, 20 de junio de 1942
Para realzar todavía más en mi fantasía la idea de la amiga tan anhelada, no quisiera
apuntar en este diario los hechos, sin más, como hace todo el mundo, sino que haré que
el propio diario sea esa amiga, y esa amiga se llamará Kitty.
¡Mi historia! (¡Cómo podría ser tan tonta de olvidármela!)
Ana, una niña de 13 años
escribió un testimonio acerca
de la crueldad nazi. Ella murió en
el campo de Bergen-Belsen en
marzo de 1945.
Como nadie entendería nada de lo que fuera
a contarle a Kitty si lo hiciera así, sin ninguna
introducción, tendré que relatar brevemente
la historia de mi vida, por poco que me
plazca hacerlo.
Mi padre, el más bueno de todos los padres
que he conocido en mi vida, no se casó hasta
los treinta y seis años con mi madre, que
tenía veinticinco. Mi hermana Margot nació
en 1926 en Alemania, en Francfort del Meno.
El 12 de junio de 1929 la seguí yo. Viví en
Francfort hasta los cuatro años. Como somos
judíos “
de pura cepa” mi padre se vino a
Holanda en 1933, donde fue nombrado
director de Opekta, una compañía holandesa
de preparación de mermeladas. Mi madre,
Edith Holländer, también vino a Holanda en
septiembre, y Margot y yo fuimos a
Aquisgrán, donde vivía mi abuela. Margot
vino a Holanda en diciembre y yo en febrero,
cuando me pusieron encima de la mesa como
regalo de cumpleaños para Margot.
Pronto empecé a ir al jardín de infancia del colegio Montessori, y allí estuve hasta cumplir
los seis años. Luego pasé al primer curso de la escuela primaria.
En sexto tuve a la señora Kuperus, la directora. Nos emocionamos mucho al despedirnos
a fin de curso y lloramos las dos, porque yo había sido admitida en el liceo judío, al que
también iba Margot.
Nuestras vidas transcurrían con cierta agitación, ya que el resto de la familia que se había
quedado en Alemania seguía siendo víctima de las medidas antijudías decretadas por
Hitler. Tras los
pogromos de 1938, mis dos tíos maternos huyeron y llegaron sanos y salvos a
Norteamérica; mi pobre abuela, que ya tenía setenta y tres años, se vino a vivir con nosotros.
Después de mayo de 1940, los buenos tiempos quedaron atrás: primero la guerra, luego la
capitulación, la invasión alemana, y así comenzaron las desgracias para nosotros los judíos.
Las medidas antijudías se sucedieron rápidamente y se nos privó de muchas libertades. Los
judíos deben llevar una
estrella de David; deben entregar sus bicicletas; no les está permitido
viajar en tranvía ni en coches particulares; los judíos solo pueden hacer la compra desde las
tres hasta las cinco de la tarde; solo pueden ir a una peluquería judía; no pueden salir
a la calle desde las ocho de la noche hasta las seis de la madrugada; no les está permitida la
entrada a los teatros, cines y otros lugares de esparcimiento público; no les está permitida
la entrada a las piscinas ni a las pistas de tenis, de hockey ni de ningún otro deporte; no les
está permitido practicar ningún deporte en público; no les está permitido estar sentados en
sus jardines después de las ocho de la noche, ni en el de sus amigos; los judíos no pueden
entrar en casa de cristianos, y tienen que ir a colegios judíos. Así transcurrían nuestros días:
que si esto no lo podíamos hacer, que si lo otro tampoco. Jacques siempre me dice: “Ya no me
atrevo a hacer nada, porque tengo miedo de que esté prohibido”.
En el verano de 1941, la abuela enfermó gravemente. Hubo que operarla y mi cumpleaños
apenas lo festejamos. El del verano de 1940 tampoco, porque hacía poco que había acabado
la guerra en Holanda. La abuela murió en enero de 1942. Nadie sabe lo mucho que pienso
en ella, y cuánto la sigo queriendo. Este cumpleaños de 1942 lo hemos festejado para
compensar los anteriores, y también tuvimos encendida la vela de la abuela.
Nosotros cuatro todavía estamos bien, y así hemos llegado al día de hoy, 20 de junio de
1942, fecha en que estreno mi diario con toda solemnidad.
Frank, Ana (2009), Diario, Bogotá, Colombia, Debolsillo (fragmento).