En este tema se hace una retrospectiva del periodo comprendido entre 1919 y 1936, cuando las naciones vencedoras en la Primera Guerra Mundial se dieron a la tarea de “remodelar” el mapa europeo y de buena parte del mundo. Abarca también el proceso de construcción de la Unión Soviética, que tuvo cada vez más influencia en Europa y provocó temor ante la amenaza del comunismo. También veremos la llegada al poder de Mussolini, en Italia, y más tarde de Hitler, en Alemania, antecedentes de la creación de regímenes totalitarios, y la presencia de Estados Unidos como una fuerza nueva e imprevisible, en la cual las industrias europeas tuvieron que apoyarse para resolver sus problemas económicos. La sensación de prosperidad y el aumento en el ritmo de vida que imperaban en el mundo europeo a mediados de los años veinte se vieron interrumpidos por la caída de la Bolsa de Valores de Nueva York en 1929, con lo que el apuntalamiento financiero de Europa se esfumó.
Cuando el estudiante aborde el estudio de este periodo histórico comprenderá cómo las nuevas tendencias políticas resultaron tan frágiles como la prosperidad económica que se creía tener; entenderá también el trágico preludio de la Segunda Guerra Mundial, cuando Francisco Franco y sus aliados fascistas derrocaron al gobierno español legalmente constituido.
La Sociedad de Naciones no llegó a constituir, como muchos esperaban, una especie de gobierno mundial capaz de imponer un orden internacional, incluso por la fuerza en caso necesario. Sus miembros continuaban siendo Estados soberanos muy celosos de su soberanía; además, las decisiones fundamentales debían adoptarse no por mayoría, sino por unanimidad. Más aún, las resoluciones importantes debían ser ratificadas por las Asambleas de los diversos Estados, incluso después del voto unánime de los gobiernos representados en Ginebra, sede del organismo; en consecuencia, la única política aplicable por la Sociedad de Naciones venía determinada por las negociaciones [efectuadas] entre los diferentes Estados, lo que suponía una seria limitación a su verdadera competencia.
La Sociedad de Naciones iba a ser, de hecho, un simple instrumento de colaboración intergubernamental, el foro de la política internacional, y en este aspecto adquirió toda su significación. La existencia de este foro mundial fue muy favorable para el desarrollo de la opinión pública y sentó las bases de una técnica nueva y mejor en las relaciones internacionales, pero no logró convertirse en un organismo independiente, en un tribunal supremo protector de todos los Estados; su acción dependería en la práctica de la buena o mala voluntad de sus miembros Por añadidura, la Sociedad de Naciones recibió, desde su inicio, un rudo golpe que sería mortal a largo plazo: el propio país de Wilson se negó a formar parte de la organización (...).
Carl Grimberg y Ragnar Svanström, Historia universal, el siglo XX,
Daimon, Barcelona, España, 1973, p. 110.
La Gran Depresión puso fin a una década de prosperidad deslumbrante llamada “los felices años veinte”, en tanto, que la frase se utiliza para describir la crisis mundial de 1929 a 1935, que se inició por el derrumbamiento financiero iniciado en Wall Street y se difundió a Europa hacia 1931.
Personas en espera de ser contratadas durante la Gran Depresión
En 1919, la Gran Guerra había terminado y los estadounidenses se dedicaron a hacer dinero. Hasta 1925, el desarrollo de Estados Unidos había tenido el apoyo de una expansión masiva industrial y el florecimiento económico se basaba en las industrias automotriz y de la construcción; después se agregaron las de la publicidad, el turismo y los espectáculos, en tanto que las fábricas apenas podían satisfacer la demanda de bienes de consumo y de aparatos de uso doméstico.
Bajo la presidencia de Warren Harding, Calvin Coolidge y Herbert Hoover, el gobierno identificó el bienestar con los hombres de empresa y mantuvo la política del liberalismo fundado en la no intervención del Estado en la actividad económica, pero a pesar de las afirmaciones optimistas del gobierno, el colapso sobrevino en octubre de 1929; para 1932, Estados Unidos tenía 13.7 millones de desempleados y había transmitido su situación a mercados tan importantes como el de Gran Bretaña, que se vio obligada a devaluar su moneda, a abandonar el patrón oro y a sortear la crisis con casi tres millones de desempleados que derribaron al Partido Laborista en el poder. Austria y Alemania, que soportaban las reparaciones de la guerra en favor de las potencias aliadas, quedaron de inmediato arruinadas (quebraron el Credit Anstalt y el Darmstadter und National Bank), por lo que enfrentaron problemas políticos como fue el socavamiento de la República de Weimar y la llegada al poder de Adolfo Hitler, en Alemania. La crisis mundial fue un detonante para que en España estallara la guerra civil.
Se habla mucho de la actividad violenta de los fascistas. Nos arrogamos para nosotros solos el derecho de controlarla y, si el caso llega, de eliminarla. Que cese primeramente la campaña de descrédito y odio que se ha desencadenado contra nosotros y, luego, depondremos nuestras armas. Entretanto, y mientras lo consideremos necesario, seguiremos golpeando con mayor o menor intensidad los cráneos de nuestros enemigos, es decir, hasta que la verdad haya penetrado en ellos. Somos un movimiento y no un partido, no un museo de dogmas y principios inmortales (...). Hay que romper el círculo vicioso de la política italiana que se limita hoy a los nombres de Nitti y de Giolitti, representativos de la vieja y rechazable Italia que se aferra a sus posiciones y se resiste a morir (...). El programa de la política exterior del fascismo comprende una sola palabra: expansionismo. Estamos hartos de una política de zapatillas. Allá donde concierne a los intereses de la humanidad, Italia tiene que estar presente (...).
Benito Mussolini (3 de mayo de 1921).
Citado por Antonio Fernández, Historia del mundo contemporáneo,
Vicens Vives, Madrid, España, 1996, p. 314.
La observación más superficial basta para mostrar cómo las formas innumerables que toma la voluntad de vivir de la naturaleza están sometidas a una ley fundamental y casi inviolable que les impone el proceso estrechamente limitado de la reproducción y de la multiplicación. Ningún animal se acopla más que con un congénere de la misma especie: el abejaruco con el abejaruco, el pinzón con el pinzón, la cigüeña con la cigüeña, el ratón de campo con el ratón de campo, el ratón doméstico con el ratón doméstico, el lobo con la loba, etc. Solamente circunstancias extraordinarias pueden acarrear derogaciones de este principio; en primer término, la constricción impuesta por la cautividad, o bien algún obstáculo que se oponga al acoplamiento de individuos pertenecientes a la misma especie. Pero entonces la naturaleza pone en juego todos sus medios para luchar contra esas derogaciones, y su protesta se manifiesta de la manera más clara, ya por el hecho de negar a las especies bastardas la facultad de reproducirse a su vez, ya delimitando estrechamente la fecundidad de los descendientes; en la mayor parte de los casos los priva de la facultad de resistir las enfermedades o a los ataques de los enemigos. Esto es muy natural. Todo cruzamiento entre dos seres de desigual valor da como producto un término medio entre el valor de los dos padres… Tal acoplamiento está en contradicción con la voluntad de la naturaleza, que tiende a elevar el nivel de los seres humanos. Este fin no puede ser alcanzado por la unión de individuos de valores diferentes, sino solamente por la victoria completa y definitiva de los que representan el más alto valor. El papel del más fuerte es dominar al más débil, y no fundirse con él, sacrificando así su propia grandeza. Unicamente el débil de nacimiento puede encontrar cruel esta ley, pero es porque se trata de un hombre débil y limitado…
Fuente: Jean-Jacques Chevallier, “Mein Kampf (Mi lucha), de Adolfo Hitler (1925-1927)”, Los grandes textos políticos desde Maquiavelo a nuestros días, Aguilar, Argentina, 1990, pp. 368-400.:
El factor nacionalista ruso pasó a primer plano; se buscaba inspiración y estímulo en los reinados de Iván el Terrible o Pedro el Grande, en jefes militares como Kutúsov y Suvárov, exaltándose el nuevo “patriotismo soviético” y despreciando el internacionalismo proletario, como no fuera para convertirlo en simple instrumento de la política nacional; a todo ello vino a sumarse la veneración creada en torno a Stalin por toda la nutrida cohorte de turiferarios (aduladores) de que se rodeaba y de todos cuantos aspiraban a ser algo en el país. Era el jefe infalible y el culto a su personalidad llevó a una adulación sin medida y a un total servilismo. Las estatuas y los retratos de Stalin aparecían en todas partes, ningún ciudadano podía escribir un artículo o pronunciar un discurso sin citar a Stalin con los más ditirámbicos calificativos; la literatura y las artes figurativas honraban de idéntica forma al “jefe genial”, al “padrecito”, al clarividente e indiscutido jefe…
Carl Grimberg, Historia Universal. El siglo XX, Daimon, Barcelona, 1973, p. 162.
(...) La base de la doctrina fascista es la concepción del Estado, de su esencia, de sus deberes y de sus fines. Para el fascismo el Estado es un absoluto ante el cual el individuo y los grupos son lo relativo. Individuos y grupos son “factibles” en la medida en que forman parte del Estado. El Estado liberal no dirige el funcionamiento y el desarrollo material de las colectividades, se limita a acusar los resultados. El Estado fascista posee una conciencia y una voluntad que hacen de él un Estado “ético” (...), es un hecho espiritual y moral, pues lleva a cabo la organización política, jurídica y económica de la nación; [de manera] que una organización semejante es, tanto en su génesis como en su desarrollo, una manifestación del espíritu. El Estado garantiza la seguridad interior y exterior, pero también vigila y transmite el espíritu del pueblo tal y como éste, en el transcurso de los siglos, se ha ido formando a través de la lengua, las costumbres y la fe.
El Estado no es sólo presente, sino también pasado y sobre todo futuro (...). Es el Estado el que enseña a los ciudadanos las virtudes civiles, el que los hace conscientes de su misión y los incita a unirse: es el que armoniza sus intereses mediante su justicia. Transmite las conquistas del pensamiento, de las ciencias, del derecho, de la solidaridad humana. Conduce a los hombres, desde la vida elemental de la tribu, hasta la más elevada expresión humana de poder, es decir, al Imperio. Confía a la posteridad los nombres de aquellos que han muerto por integridad o por obediencia a las leyes; ofrece como ejemplo y recomienda a las generaciones venideras a los caudillos que han ampliado su territorio y a los genios que la han iluminado con su gloria. Cuando el sentido del Estado se debilita y dominan las tendencias separatistas y centrífugas de individuos y grupos, las sociedades nacionales se encaminan hacia su decadencia (...).
Benito Mussolini, La doctrina del fascismo, Milán, Italia, 1932.
En aquellos momentos, con la amenaza de la guerra y el fascismo en el horizonte, la Unión Soviética tenía buena reputación en España y en todas partes entre las personas progresistas y de izquierda. En realidad, el gran experimento ruso todavía no parecía haber traicionado sus ideales. Gracias a un afortunado programa de propaganda y a un secreto sin precedentes, no se conocían los hechos de la colectivización agrícola, y no se comprendía el sentido de la persecución de Trotski. El Partido Comunista afirmaría más adelante que él había sido el responsable del pacto del Frente Popular que se presentaría a las elecciones generales celebradas en España en febrero de 1936. Pero no hubo que insistir mucho para que los socialistas adoptaran el saludo de puño en alto (originario de los comunistas alemanes), la bandera roja, la fraseología revolucionaria y las llamadas a la unidad frente al fascismo internacional propias de los partidos comunistas de todo el mundo. El “antifascismo” y el “Frente Popular” se estaban convirtiendo en mitos poderosos, casi irresistibles para quienes amaban la paz y la libertad, y se impacientaban con los viejos partidos. Para las derechas eran igualmente importantes los mitos del Imperio y la regeneración nacional. La aparición en las Cortes elegidas en 1933 de un fascista y un comunista era un presagio y se debería haber tomado como un aviso.
Hugh Thomas, La guerra civil española,
vol. 1, Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1976, p. 147.
Instrucciones
Instrucciones
El 26 de abril de 1937, durante la Guerra Civil Española, la ciudad vasca de Guernica fue destruida por bombarderos alemanes a las órdenes de Adolfo Hitler, quien así mostraba su apoyo al general Francisco Franco, para quien dicha población era subversiva, difícil de dominar y pro-republicana.
Pablo Picasso había aceptado pintar un cuadro de gran formato para que representara a España en la Exposición Universal de París. Al conocer la destrucción de la localidad, el pintor se dio a la tarea de realizar un enorme fresco de 3.5 m de altura por 8 m de longitud “que titularé Guernica, y en la totalidad de mis últimos trabajos, queda bien patente mi aborrecimiento hacia la casta militar que ha sumido a España en un océano de sufrimiento y muerte”.
Este cuadro serviría como expresión del siglo XX. La obra de Picasso fue exhibida en París y suscitó encendidas controversias; para unos resultaba abstracta e incomprensible, y para otros, creaba un lenguaje simbólico internacional, un vehículo de expresión entre los artistas del mundo. El cuadro desarrolla formas pictóricas de la fase cubista de Picasso, quien renunció al uso de colores para utilizar solo tonos de negro, gris y blanco. No figuran bombas, aviones ni acciones bélicas, únicamente muertos, heridos y animales en un espacio iluminado por la luz de una bombilla. Ocupa el centro del lienzo un caballo traspasado por una lanza, como símbolo de las víctimas inocentes de la masacre. El toro encarna la imagen de España. El grito de impotencia contra la barbarie es el gran tema de toda la obra, intensificado pictóricamente mediante intersecciones y deformaciones en las proporciones de las figuras.
El Guernica se considera actualmente el manifiesto cumbre del arte que se proclama contrario a la guerra y a la violencia. Pasó a formar parte del Museo de Arte Moderno de Nueva York y, por instrucción expresa de Picasso, cuando la dictadura de Franco concluyó, la obra fue llevada a España y expuesta en el Centro de Arte Reina Sofía de Madrid, donde se encuentra actualmente.