Cuando Porfirio Díaz asumió la presidencia de México, fundamentó su proyecto político en los principios positivistas de “orden y progreso”, ya que sin el primero, del que se había carecido a lo largo de la vida independiente del país, no era posible el segundo.
Establecer el orden en la nación implicó centralizar el poder en la capital del país y en la figura del presidente, someter a los inconformes a través de la conciliación o de la represión, controlar a las autoridades locales y federales, así como un acercamiento con la Iglesia, elemento fundamental para la estabilidad política y social.
El orden generó el desarrollo material de México pues favoreció la llegada de capitales extranjeros, la creación de un sistema bancario, la construcción del ferrocarril y la industrialización de México. De igual forma, también fue un impulsor del desarrollo cultural, el cual se caracterizó en esa época por un afrancesamiento considerable, por seguir el “modernismo” como directriz y por reescribir la historia nacional a partir de una perspectiva liberal.
Pese a lo anterior, el gobierno del general Díaz se caracterizó por una serie de excesos vinculados con los fraudes electorales, la imposición de políticos, la violación de los principios federalistas y de la Constitución de 1857 y la represión de la oposición política. Sin embargo, la problemática más compleja y lacerante se dio, sin duda, en materia social, en la que se agrandaron las diferencias entre ricos y pobres al permitirse que los primeros explotaran a los segundos, representados por los grupos campesinos y obreros.
En los albores del siglo XX, el descontento generado por esa situación favoreció el estallido de huelgas como las de Cananea y Río Blanco; asimismo, se suscitó una efervescencia política producto de la entrevista Díaz-Creelman que dio como resultado la creación de partidos políticos de oposición. Todos estos elementos, y otros más, fueron los detonantes del movimiento revolucionario de 1910 que, bajo la dirección de Francisco I. Madero, obligaría a Porfirio Díaz a renunciar a la presidencia del país en el mes de mayo de 1911.
“Es un error suponer que el futuro de la democracia en México ha sido puesto en peligro por la prolongada permanencia en el poder de un solo presidente.
Puedo con toda sinceridad decir que el servicio no ha corrompido mis ideales políticos y que creo que la democracia es el único justo principio del gobierno, aun cuando llevarla al terreno de la práctica sea posible sólo en pueblos altamente desarrollados.
Puedo dejar la presidencia de México sin ningún remordimiento. Recibí este gobierno de manos de un ejército victorioso, en un momento en que el país estaba dividido y el pueblo impreparado para ejercer los supremos principios del gobierno democrático.
Sin embargo, a pesar de que yo obtuve el poder principalmente por el ejército, tuvo lugar una elección tan pronto como fue posible y ya entonces mi autoridad emanó del pueblo.
He esperado pacientemente porque llegue el día en que el pueblo de la República Mexicana esté preparado para escoger y cambiar sus gobernantes en cada elección, sin peligro de revoluciones armadas, sin lesionar el crédito nacional y sin interferir con el progreso del país. Creo que, finalmente, ese día ha llegado.
Es una creencia extendida la de que es imposible para las instituciones verdaderamente democráticas, nacer y subsistir en un país que no tiene clase media.
Es verdad, México tiene hoy una clase media, pero no la tenía antes. La clase media es aquí, como en todas partes, el elemento activo de la sociedad.
La clase media, emergida en gran parte de la pobre, es activa, trabajadora, que a cada paso se mejora y en la que una democracia debe confiar y descansar para su progreso, a la que principalmente atañe la política y el mejoramiento general.
Antiguamente, no teníamos una verdadera clase media en México, porque las conciencias y las energías del pueblo estaban completamente absorbidas por la política y la guerra. Las actividades productivas de la nación habían sido abandonadas en las luchas sucesivas”.
General Díaz, ¿cree usted que México puede seguir su existencia pacífica como república? ¿Está usted absolutamente seguro de que el futuro del país está asegurado bajo instituciones libres?
“El futuro de México está asegurado —dijo con voz clara y firme. Mucho me temo que los principios de la democracia no han sido plantados profundamente en nuestro pueblo. El mexicano, por regla general, piensa mucho en sus propios derechos y está siempre dispuesto a asegurarlos. Pero no piensa mucho en los derechos de los demás.
Piensa en sus propios privilegios, pero no en sus deberes”. Pero, señor presidente, usted no tiene partido oposicionista en la República. ¿Cómo podrán florecer las instituciones libres cuando no hay oposición que pueda vigilar la mayoría o el partido del gobierno?
“Es verdad que no hay partido oposicionista. Tengo tantos amigos en la República que mis enemigos no parecen estar muy dispuestos a identificarse con una tan insignificante minoría.
No importa lo que al respecto digan mis amigos y partidarios, me retiraré cuando termine el presente periodo y no volveré a gobernar otra vez. Para entonces, tendré ya 80 años.
El país ha confiado en mí, como ya dije, y ha sido generoso conmigo. Mis amigos han alabado mis méritos y pasado por alto mis defectos. Pero pudiera ser que no trataran tan generosamente a mi sucesor y que éste llegara a necesitar mi consejo y mi apoyo; es por esto que deseo estar todavía vivo cuando él asuma el cargo y poder así ayudarlo.
Doy la bienvenida a cualquier partido oposicionista en la República Mexicana. Si aparece, lo consideraré como una bendición, no como un mal. Y si llega a hacerse fuerte, no para explotar sino para gobernar, lo sostendré y aconsejaré, y me olvidaré de mí mismo en la victoriosa inauguración de un gobierno completamente democrático en mi país.
Es para mí bastante recompensa ver a México elevarse y sobresalir entre las naciones pacíficas y útiles. No tengo deseos de continuar en la presidencia, si ya esta nación está lista para una vida de libertad definitiva”.
Contenido de la entrevista Díaz-Creelman.
(…) Necesitado de la unión de todas las fuerzas vivas de la nación para sacar al país del estancamiento de la depresión, Díaz buscó la colaboración de la jerarquía para imponer en el gobierno eclesiástico la misma disciplina y subordinación a los intereses generales del país que tenía asegurado en el gobierno civil, y por transacción tácita se llegó a un pequeño concordato informal a base de concesiones mutuas y consideraciones recíprocas en bien de la paz pública. La Iglesia y el Estado, formalmente separados por la Constitución, fueron efectivamente asociados mediante una interpretación liberal de las Leyes de Reforma, y la asimilación de poderes fue incorporada sigilosamente en la póliza de seguridad.
Pero el silencio era esencial para el buen éxito del pacto. Las concesiones del gobierno se limitaban a la tolerancia de ciertas manifestaciones del culto externo, procesiones religiosas, repiques de campanas, el traje talar en la calle y pequeñas infracciones ceremoniales de las leyes de Reforma, y con tales concesiones poco pagaba el gobierno para conservar la paz de los ánimos; pero por más insignificantes que fueran, las infracciones eran visibles, vistosas, sonoras y más que suficientes para resucitar pasiones partidaristas, entusiasmar al pueblo bajo y provocar la alarma de la prensa liberal, que censuraba cada transgresión y señalaba el peligro de ceder una sola pulgada al clero que, avanzando paso a paso, acabaría por reconquistarlo todo. El concordato tácito suscitó una controversia clamorosa, las viejas batallas de conservadores y liberales volvieron a librarse en la prensa, y en las condiciones precarias de la recuperación económica, la recuperación clerical resucitó rencillas que el gobierno se empeñaba en sepultar y relegar al olvido.
Ralph Roeder,
Op. cit., pp. 341-342.
La ley de 26 de marzo de 1894, previno por una parte y en general, la enajenación de los baldíos propiamente tales, a los denunciantes que solicitaron esa enajenación ventajosa de dichos baldíos (…). Ahora bien, esas disposiciones tenían que ser y de hecho han sido (…) de observancia incompleta por causa de la misma ley que las ha dictado. Desde luego esas disposiciones no podían tener ni han tenido otra aplicación, que a la gran propiedad, es decir, a las haciendas, que en lo general son las únicas bien tituladas; pero la ley olvidó que la titulación misma de las haciendas, en una gran parte, quedó descabezada por las operaciones hechas a virtud de la expulsión de los jesuitas y a virtud de la desamortización y de la nacionalización, puesto que esas operaciones se hicieron sin los primordiales respectivos que se perdieron o fueron ocultados; toda la gran propiedad de los criollos nuevos estaba en ese caso, y por lo mismo, obligada a nueva compra que como es natural, no todos los propietarios han podido hacer.
(…) Pero lo que principalmente desconoció la ley de referencia fue la existencia de todos los pueblos, tribus y grupos indígenas que no habían podido llevar sus derechos territoriales, hasta el estado en que esos derechos llegan a la titulación. Desconoció, pues, la existencia de muchos pueblos existentes hasta en la región de los indígenas sometidos, la de muchos pueblos de los incorporados, y la de todas las tribus y todos los grupos de la región de los indígenas dispersos.
Vino a desconocer pues, más derechos que la desamortización, y los resultados que pudo haber producido habrían sido considerablemente mayores que los de esa misma desamortización, de no haberse impuesto a ella la fuerza de las cosas creadas de hecho. No se nos borrará jamás de la memoria el caso de pueblos de Tixmadeje y de Dongú, del estado de México, pueblos fundados antes de la Conquista y uno de ellos ya repartido a virtud de no tener títulos primordiales.
Duele pensar que, para ellos, la República haya sido menos justa que la dominación española que los respetó, y más duele pensar, que si ésta les reconoció el derecho a existir, por el solo hecho de existir desde antes de la Conquista, aquella no haya considerado suficiente ese hecho ni el de que hayan tenido cuatrocientos años de posesión para reconocerles su existencia.
Andrés Molina Enríquez, Los grandes problemas nacionales (1909),
Ediciones Era, México, 1979, pp. 205-207.
Localiza en YouTube los siguientes corridos y analízalos con atención:
¿Qué información sobre el movimiento zapatista brindan estos corridos?
Investiga cuáles eran los principales productos que se cultivaban en el estado de Morelos durante el porfiriato y cuál era la importancia de dichos productos en el mercado nacional e internacional.
¿Qué relación tiene la información de estos corridos con la ley de Tierras y Enajenación de baldíos?
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Investiga cuáles son los principales puntos y propuestas del libro La sucesión presidencial de 1910 de Francisco I. Madero.
Instrucciones
Lee con atención el siguiente texto:
La danza de los viejitos puede simbolizar la conducta política y económica de México a partir del 11 de julio de 1904, a las diez de la mañana, desde el instante en que la muchedumbre se entera, por replique y por bando, de que las elecciones, de las cuales no se enteró, favorecieron para asumir la presidencia de la República a un hombre de 75 años y vastísima experiencia presidencial, y para sentarse en una silla recién inventada, en la silla del vicepresidente, a un norteño de 56 años muy poco conocido fuera de Sonora, pero sin duda científico y progresista sobre todo fuerte como una estatua, capaz de suplir a don Porfirio que ya comenzaba a dar señales de ser mortal y en cualquier momento podía darle un susto a la nación acabando como cualquier hijo de vecino tendido entre cuatro velas. Don Porfirio cumplía los 75 años muy derecho y solemne, mas no sin fatiga, los achaques, las grietas y las cáscaras de la senectud. Ya no le faltarían los dolorcillos y molestias que lo obligarían a ir de vacaciones a Cuernavaca o Chapala. Ya no era el roble que fue. Aun el cacumen y la voluntad se le reblandecieron. Las ideas se le iban y no le venían las palabras. En cambio, le afloraban las emociones; dio en ser sentimental y lacrimoso, y con ello, malo para expedir ucases. Y a medida que se le escapaba el talento ejecutivo, lo oprimía la suspicacia senil y desconfiaba de sus colaboradores más que nunca.
Junto con el menguante, en los puestos visibles del aparador político pululaban otros ancianos no menos achacasos; eso sí, personas muy bien vestidas y barbadas que no podían ocultar con sus trajes y pelos las arrugas de la piel, el arrastre de los zapatos y los rechinidos de las articulaciones enmohecidas. Nada cubría ya sus vidas matusalénicas. La edad promedio de ministros, senadores y gobernadores era de 70 años. Los jovenazos del régimen, apenas sesentones, constituían la cámara baja. Los de más larga historia, tan larga como la república, eran jueces de la Suprema Corte de Justicia. En otros términos, los báculos de la vejez del dictador eran casi tan viejos como él y algunos más chocos. Varios de los ayudantes de don Porfirio fueron sus compañeros de armas y no tenían por qué ser más jóvenes que él. Otros, los científicos, nacieron en la franja temporal 1841-1856, y por esta causa pertenecían, casi sin excepción, al 8 por ciento de sus compatriotas de más de medio siglo. Entonces la mitad de los mexicanos tenía menos de veinte años y el 42 por ciento entre 21 y 49. La república era una sociedad de niños y jóvenes regida por un puñado de añosos que ya habían dado a la nación y así mismo el servicio que podían dar, excepto ilustres personalidades: Justo Sierra, José Ives Limantour y Bernardo Reyes.
Fuente: Luis González, “El liberalismo triunfante”, Historia General de México, El Colegio de México, México, 2000, pp. 635-705.
Después de haber leído este texto y por medio de una investigación en fuentes confiables y especializadas, responde lo que se solicita:
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Localiza el libro de México bárbaro de John Kenneth Turner en la biblioteca de tu escuela, o bien, puedes consultalo en internet. Lee con atención el capítulo I, “Los esclavos de Yucatán”, y posteriormente responde lo siguiente:
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Investiga la situación económica y social de los yaquis durante el porfiriato.
Durante el último cuarto del siglo XIX, la situación mundial se caracterizó por la conquista de nuevas tierras para obtener materias primas: exploradores, militares e ingenieros occidentales buscaron hasta el último rincón de la tierra en lo que se ha dado en llamar “El reparto del mundo”, buscando justificarse con el determinismo demográfico y el racismo. Esta carrera provocó grandes conflictos, internos y de nivel mundial. Se vivían los efectos del capitalismo: por un lado, se buscaba mano de obra asalariada, y por otro, se propiciaba la aparición de un movimiento obrero fuerte y organizado que consolidó sus plataformas de lucha.
Los avances técnicos y el uso de materiales como el hierro, el zinc, el acero y el vidrio, fueron de la mano con el crecimiento económico. Los hombres de ese tiempo propagaban satisfechos las últimas innovaciones tecnológicas en grandes ferias y exposiciones, verdaderos escaparates de orgullo nacional y de la inventiva humana; un ejemplo es la Torre Eiffel, que el ingeniero Gustave Eiffel construyó en el marco de la Exposición Universal de París en 1889.
Situada en la periferia del centro de la ciudad, alcanzó una altura de 300 metros mediante un entramado de perfiles de hierro prefabricados y remachados que ofrecía la máxima resistencia con el mínimo peso; posteriormente sólo se incorporaron con finalidad decorativa los cuatro arcos de la base.
México participó en este tipo de acontecimientos, cuando la Compañía Mexicana de Exposiciones Permanentes, S. A., adquirió en Alemania un edificio de hierro, vidrio y tabique prensado, cuyo montaje se realizó entre 1903 y 1905, llamado originalmente Palacio de Cristal y que en 1910 sirvió para albergar la Exposición de arte e industria con que la delegación japonesa (Pabellón Japonés) participó en los festejos del centenario de la Independencia. Tres años más tarde y hasta la década de 1960 fue el recinto del Museo Nacional de Historia Natural. A partir de 1975 es el Museo Universitario del Chopo. En la actualidad está restaurado y es patrimonio de la UNAM.