En materia política, el periodo comprendido entre 1940 y 1988 se caracterizó por una estabilidad producto del presidencialismo, de la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional, de la lealtad del ejército y del control de los movimientos obrero y campesino.
Sin embargo, para lograr tal fin se recurrió a métodos poco legítimos, como el fraude electoral, la represión a los opositores, la violación sistemática de la Constitución y de los derechos humanos y el ejercicio de una censura férrea, lo cual provocó el surgimiento de movimientos sociales contestatarios bajo la forma de guerrillas o movilizaciones estudiantiles.
La economía destacó por la puesta en práctica de modelos de desarrollo que en sus inicios generaron empleo, mejoraron los niveles de vida y fomentaron el crecimiento económico del país, pero que a la mitad de la década de 1970 se colapsaron para dar paso a una crisis que perdura hasta nuestros días.
En la cultura, el cine mexicano tuvo su época de oro, mientras que en la literatura surgió el grupo conocido como “La Mafia” y se publicaron obras que se convertirían en clásicos de las letras nacionales, como Pedro Páramo y El llano en llamas, de Juan Rulfo, y Al filo del agua, de Agustín Yáñez. Por su parte, en las artes plásticas, José Luis Cuevas encabezó a la generación de “La Ruptura”, movimiento artístico que significó, entre otras tantas cosas, el paso del figurativismo al abstraccionismo en México.
Todas esas elecciones de los primeros 20 años posrevolucionarios se realizaron al amparo de la deficiente ley electoral de 1918, que dejó el grueso de la organización del proceso electoral en manos de las autoridades locales. Si bien los jefes políticos desaparecieron tras el triunfo de la Revolución, los presidentes municipales tomaron, por mandato de ley, su lugar en el terreno electoral al otorgarles las competencias que más se prestaron para la manipulación electoral: elaboración del padrón, instalación de casillas y establecimiento de los colegios municipales sufragáneos. Por su parte los gobernadores, de acuerdo con dicha ley, estaban facultados para establecer la división distrital del estado.
También contenía una disposición que propiciaba la violencia entre grupos en pugna política: disponía que el funcionario designado para instalar la casilla lo haría con los primeros cinco ciudadanos que se presentaran a votar. Por esa razón, las elecciones de 1940, las más disputadas hasta entonces, estuvieron marcadas por una violencia generalizada por los bandos contendientes en las principales ciudades del país. Es imposible afirmar, como se hizo en su tiempo, que esas elecciones las ganó Almazán, pues el grueso de los votantes estaba en el campo, y ya Cárdenas se había encargado de incorporarlos al PRM vía la distribución de tierras, la constitución de ejidos y la creación de la CNC. Sin embargo, el efecto internacional de la violencia electoral sembró la convicción de que había que cambiar las reglas del juego electoral.
Luis Medina Peña,
Hacia el nuevo Estado,
Fondo de Cultura Económica, México, 1994, p. 162.
Cuando Cárdenas optó por Manuel Ávila Camacho como su sucesor, el mismo Ávila Camacho (a quien un humorista había denominado "el soldado desconocido") comenzó a ver que uno de los principios de la nueva institucionalización del régimen residía en el hecho de que la Presidencia de la República otorgaría un carácter carismático cuasi caudillista al más pálido burócrata. Luego del porfiriato, el casi obregonato y el maximato, se trataba del presidenciato. Claro que no se trataba ya del clásico caudillismo con su red de lealtades personales y clientelas sino de una estructura política mucho más complicada, pero continuaba aún la necesidad de la personificación del poder político absoluto que hiciera posible la integración institucional y fungiera como piedra angular de la estructura política mexicana. Y por ello se trataba del presidencialismo mexicano, o el presidenciato, y no de un mero presidencialismo. Un Watergate mexicano es simplemente inimaginable, y si llegara a ocurrir implicaría no sólo el fin de la carrera política de un presidente sino el fin del sistema mismo.
Pero si la institución otorga el poder y el carisma, ni qué dudar que ello sería así tratándose de un Miguel Alemán simpático, atractivo, hábil manipulador político y carismático por sí mismo. Alemán llegaba a la presidencia joven y ya con un gran poder político propio. Había eliminado al problemático PRM con su pecado original cardenista y había creado con Ávila Camacho un PRI a su misma imagen alemanista. El PRI se había creado alemanista: Alemán no había adoptado el programa del partido, como había sucedido con los dos primeros planes sexenales, sino que el partido adoptaría el plan de gobierno de Alemán.
(...) Venía a inaugurar una nueva era. (...)
Por ello vacilamos (...) en utilizar el término de autoritarismo para caracterizar su régimen, puesto que el autoritarismo implica un pluralismo político limitado, y aquí se da en forma completamente unilateral el presidenciato alemanista.
Tziv Medin,
El sexenio alemanista,
Era, México, 1990, pp. 44-45.
En suma, el comportamiento de la economía durante los años cincuenta fue muy dinámico, a pesar de las fluctuaciones ocurridas en el exterior que impactaron en los precios y la balanza de pagos. No cabe duda que la política comercial que aisló al mercado interno de la competencia externa brindó frutos extraordinarios en esta etapa y en la primera parte de los años sesenta: la fuerza más importante por el lado de la demanda fue el mercado interno que estaba en expansión, mientras que la sustitución de importaciones apenas jugó un papel secundario; la inversión, sobre todo la privada, creció mucho más rápido que el PIB, por lo que la productividad se elevó en forma significativa; el empleo aumentó aún más aprisa que la población económicamente activa, lo cual constituyó un avance notable dado el rápido crecimiento poblacional; por su parte, los salarios reales, al menos en la industria, también mostraron un fuerte crecimiento aunque menor que el del producto per cápita, lo que implicó mayor bienestar social en términos absolutos, pero probablemente una concentración del ingreso más aguda. El “milagro” mexicano estaba en plenitud.
Enrique Cárdenas,
La hacienda pública y la política económica 1929-1958,
Fondo de Cultura Económica, México, 1994, p. 144.
Instrucciones
1. Lee con atención la siguiente información:
El tapadismo es un mecanismo fundamental del partido del Estado, pero es también, ante todo, una prerrogativa presidencial: una facultad “no escrita” (metaconstitucional) del Jefe del Ejecutivo. La designación que hace el presidente de la República saliente de quien va a ser el candidato del partido —y por consiguiente su sucesor— aunque casi absoluta tiene sin embargo ciertos límites. Estos no son más que los del “sistema” mismo, aunados a los que pudieran marcarle las fuerzas partidistas. Libre de impulsar el procedimiento, el titular del Ejecutivo puede imponer por consiguiente las modalidades que desee, por lo que es indudable que existe un “estilo personal de destapar”. Esas variantes no permiten desde luego prescindir de ciertos pasos rituales, marcados (…) por quince reglas fundamentales.
1. El presidente entrante, al escoger a sus principales colaboradores, delimita la sucesión.
Al hacerlo, establece una primera selección de aspirantes potenciales a la postulación, que si bien puede modificar sobre la marcha a lo largo de su mandato en tal perspectiva (como lo hicieron Cárdenas, Alemán, Echeverría y López Portillo), le constituye un primer límite. Cada nuevo presidente en Los Pinos decide libremente, pero al mismo tiempo se crea restricciones en cuanto a los hombres y a las fuerzas políticas que los apoyan, porque los colaboradores presidenciales evidencian de inmediato sus ambiciones.
2. El presidente de la República está obligado a tener presente la sucesión presidencial en los cuatro primeros años de su mandato.
Por este motivo, ha de conocer de la mejor manera posible a sus colaboradores, en el ejercicio del poder a fin de impedir que la inevitable pugna interna rebase los límites de la necesaria eficacia gubernamental. El reagrupamiento y reacomodo de la burocracia política en vistas al siguiente sexenio (el “futurismo”) comienza desde el primer día, y el presidente debe estar preparado para orientar: frenándolo o impulsándolo. (el “futurismo”) comienza desde el primer día, y el presidente debe estar preparado para orientar: frenándolo o impulsándolo.
El presidente de la República tiene que hacer recordar a las fuerzas del partido que el ejercicio de esa facultad “no escrita” es legítimo e irrenunciable.
La tercera fase del proceso, que se inicia tras el Cuarto Informe de Gobierno del Presidente al Congreso de la Unión, implica desde luego: a) una intensificación de esa competencia interna, que no se reconoce que exista; b) el comienzo de una discreta auscultación presidencial, que nunca llega a ser directa, entre las principales fuerzas sociales, la que ya no pasa por el partido, y c) una serie de sutiles recordatorios a todo mundo, con actos y con palabras, en el sentido de que esa facultad presidencial no es discutible y de que la decisión que se va a tomar no es negociable. En este aspecto, se ha pasado de la “política-ficción”, que se dio entre 1929 y 1976 (en la que se aseveraba que eran las fuerzas partidistas las que designaban al candidato luego de un proceso de auscultación democrático), a la “política de cinismo” o “política real” (que hace saber abiertamente que es el presidente de la República el que decide), como una forma de advertir a los impacientes que deben “disciplinarse”.
3. El presidente de la República ha de crear las condiciones para que su decisión final sea bien recibida: sin cuestionamientos de importancia.
Con este fin, debe no solo contribuir a cuidar la imagen de sus mejores prospectos, sino a evitar que se vean antes de tiempo y los ataques los debiliten, lo que ha implicado que los últimos candidatos no hayan ocupado cargos de primer nivel en el gabinete sino por poco tiempo. Los cambios que hace el Ejecutivo en su equipo de colaboradores en los años centrales del sexenio (“el descarte”) obedecen a esta razón. Como desde luego el empeño que suele poner en evitar.
La tercera fase del proceso, que se inicia tras el Cuarto Informe de Gobierno del Presidente al Congreso de la Unión, implica desde luego: a) una intensificación de esa competencia interna, que no se reconoce que exista; b) el comienzo de una discreta auscultación presidencial, que nunca llega a ser directa, entre las principales fuerzas sociales, la que ya no pasa por el partido, y c) una serie de sutiles recordatorios a todo mundo, con actos y con palabras, en el sentido de que esa facultad presidencial no es discutible y de que la decisión que se va a tomar no es negociable. En este aspecto, se ha pasado de la “política-ficción”, que se dio entre 1929 y 1976 (en la que se aseveraba que eran las fuerzas partidistas las que designaban al candidato luego de un proceso de auscultación democrático), a la “política de cinismo” o “política real” (que hace saber abiertamente que es el presidente de la República el que decide), como una forma de advertir a los impacientes que deben “disciplinarse”.
4. El presidente de la República ha de crear las condiciones para que su decisión final sea bien recibida: sin cuestionamientos de importancia.
Con este fin, debe no solo contribuir a cuidar la imagen de sus mejores prospectos, sino a evitar que se vean antes de tiempo y los ataques los debiliten, lo que ha implicado que los últimos candidatos no hayan ocupado cargos de primer nivel en el gabinete sino por poco tiempo. Los cambios que hace el Ejecutivo en su equipo de colaboradores en los años centrales del sexenio (“el descarte”) obedecen a esta razón. Como desde luego el empeño que suele poner en evitar a toda costa las fricciones internas, y la más grave de sus consecuencias: las escisiones en el partido. Las sucesiones presidenciales han sido todas autoritarias, pero no deben parecerlo; de ahí que para el presidente sea una prioridad el buscar una cierta legitimidad del procedimiento de selección al interior del “sistema”, por lo que, no existiendo los espacios ni las prácticas de democracia en el PRI, hay que simular una aparente consulta.
5. Las presiones existen, son reales y el presidente debe ignorarlas a fin de conservar su autoridad.
Las fuerzas políticas que intentan presionar, y en ocasiones chantajear, al gobierno mexicano, lo hacen sin duda con el convencimiento de que sus puntos de vista no serán aceptados, y de que incluso corren el riesgo de tener efectos contraproducentes, pero buscan hacerlo para dejar sentir su fuerza. El gobierno de Estados Unidos, las organizaciones empresariales, las centrales sindicales y los principales sindicatos nacionales, la jerarquía eclesiástica, la burguesía rural o los grandes consorcios internacionales tienen diversas formas de hacerse escuchar por el Ejecutivo, pero este tiene también múltiples maneras de ignorar sus puntos de vista sobre el tema.
6. El presidente de la República debe decidir en la soledad quién será su sucesor.
Al tomar el Ejecutivo la decisión, sopesa diversos factores, pero es él solo quien debe asumir la determinación. De acuerdo con lo acontecido en las últimas sucesiones, esta facultad suele tomarla al iniciarse el quinto año de gobierno, por lo general confirmando su decisión in pectore: esto es, aquella que ha preparado detenidamente. De acuerdo con las sucesiones recientes, es posible concluir que los presidentes seleccionan a quien satisfaga tres prioridades: a) garantice los intereses fundamentales del “sistema”, b) defienda la prosecución del proyecto económico y social en vigor, y c) asegure una cierta fidelidad a su antecesor.
7. El presidente debe comunicar la decisión tomada con una cierta antelación al elegido.
Y éste, a su vez, debe guardar un silencio casi absoluto (del que suele exceptuar a algún allegado con el acuerdo presidencial), ya que de no hacerlo esa indiscreción podría comprometer su futuro destino: en virtud de que el presidente siempre guarda otras opciones y, en tanto no se haga pública su selección, tiene la posibilidad de dar marcha atrás sin el menor problema.
Fuente: Abraham Nuncio, “Las quince reglas de la sucesión presidencial”, La sucesión presidencial en 1988, Grijalbo, México, 1897, pp. 85-106.
Instrucciones
Busca en Internet el artículo de Friedrich Schuler, “Alemania, México y Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial” y lee con atención.
Instrucciones
Busca en Internet los siguientes documentales del Canal 6 de Julio: 1968 La conexión americana y Halcones terrorismo de estado, obsérvalos con atención y toma tus notas.
La Segunda Guerra Mundial marcó para México un hito en su historia económica y política y en su vida exterior. En el terreno económico colocó al país en el umbral del crecimiento acelerado al imponerle un ahorro nacional forzoso y alentar en buena medida los procesos productivos, aunque al mismo tiempo pusiera obstáculos graves a ese desarrollo. Políticamente, la guerra permitió o de hecho obligó a establecer las bases para una relación estrecha con Estados Unidos como consecuencia de la creciente colaboración militar y económica que, de paso, habría de contribuir a diluir en parte el sentimiento antinorteamericano que había prevalecido en el país.
Muestras simbólicas del inicio de esta nueva época en las relaciones entre los dos países habrían de ser la presencia del vicepresidente norteamericano Henry Wallace en la toma de posesión del presidente Ávila Camacho y, por supuesto, la primera visita hecha por un presidente norteamericano en funciones a una ciudad del interior de México. La visita relámpago que hizo Roosevelt a Monterrey el 20 de abril de 1943 fue correspondida por Ávila Camacho el mismo día al acompañarle, de vuelta, hasta la población norteamericana de Corpus Christi. En lo interno, la guerra sirvió al gobierno de pretexto para llevar adelante su política de unidad nacional y plasmarla simbólicamente en la cúspide por medio del acercamiento de los ex presidentes.
Blanca Torres Ramírez, México en la Segunda Guerra Mundial,
El Colegio de México, México, 1979, p. 9.